Han pasado tantos años que ni los recuerdo. Tal vez 15, tal vez 17. En aquellos años en los que comenzaban a extenderse las cámaras digitales salía al campo con una Nikon compacta, atención: ¡De dos megapíxeles!
Mis aspiraciones creativas en fotografía eran nulas, sólo diversión y documentar aquello que encontraba en la naturaleza que me llamara la atención. Un milano por aquí, un campo de tomillos florecidos por allá, posando junto a un gran castaño para que se vea lo grande que es el tronco... así pasaban mis esporádicas jornadas fotográficas.
Recorría una pista en bicicleta, con mi Nikon compacta en el bolso del bastidor, paré a un lado porque algo me llamó la atención en el robledal. Desconozco qué pretendía capturar pero si recuerdo que era un caluroso día de finales de primavera y el sudor de las manos hizo que se me resbalara la cámara en el momento que disparaba. Y llegó el hallazgo fortuito.
Por suerte la cámara no cayó al suelo, tenía la costumbre de ajustarme la correa de muñeca cada vez que la cogía. Ni me molesté en ver qué había salido, disparé otras dos o tres, guardé la cámara y continué mi camino. Cuando vi la foto en la cámara, al llegar al casa, mi primer impulso fue borrar la foto que había quedado movida al caerse la cámara pero me llamó la atención el remolino central ¡qué casualidad que al caer la cámara girara sobre si misma en el momento de disparar! Me gustó mucho.
A este tipo de descubrimientos fortuitos es lo que se le está llamando hoy en día serendipia, hablo un poco de ello en un artículo de El Paisaje Perfecto (www.elpaisajeperfecto.com/el-factor-suerte-en-fotografia-de-paisaje). Pero no nos engañemos que podemos seguir llamándolo chiripa, potra, coña, chorra, chamba... que nos da lo mismo, si la llego a haber borrado de nada me hubiera servido haber capturado esta foto de chiripa.
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