Hace unos días pasé junto a un arroyo poblado de lirios, en esta época del año no tienen flor, pero me pareció atractiva la disposición de las hojas: cintas que se superponían en diferentes direcciones. Cuando pasé por allí hacía unos minutos que se había puesto el sol y la bóveda celeste reflejada en las cintas me pareció que podía añadir un plus de atractivo a la escena.
He vuelto hoy, a la misma hora, y un perro había hecho de las suyas, había cruzado por las cintas para darse un chapuzón. Los tallos de los lirios estaban tumbados y descolocados, habían perdido su atractivo. Intenté varias tomas en vano, rápidamente una rama de fresno, que había adquirido tonos dorados me llamó la atención. Me olvidé de las cintas y me centré en el fresno.
Cuando tenía la composición que más me gustaba había obviado dos detalles, que había poca luz y que soplaba una ligera brisa. El tiempo jugaba en mi contra: cada vez había menos luz y la exposición debía ser más larga lo que aumentaba las posibilidades de que una brisa moviera las ramas. Me alié con el enemigo.
Desmonté del trípode y encuadré esta rama, que recibía la luz crepuscular de lleno, contra la zona de las cintas, que quedaba a oscuras al fondo del arroyo. Hice pruebas moviendo la cámara, acompañando mis movimientos con los del viento... hasta que el pulso me temblaba de agotamiento. Acabo de llegar a casa y esta es la que más me ha gustado, aunque el verano se niegue a abandonarnos, el espíritu otoñal ya se ha instalado en mi.
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